› UN CURA ARGENTINO Y FUTBOLERO, HÉROE DE LOS POBRES AFRICANOS
El milagro del padre Pedro
Nació en el Conurbano. Tiene 55 años. Y hace 27 vive en Madagascar, uno de los países más pobres del mundo. Allí construyó una ciudad donde había un basural y sacó de la miseria extrema a cientos de miles de malgaches. Cousteau filmó un documental sobre su obra y en Europa circulan dos libros sobre su vida. Es la versión masculina de la madre Teresa de Calcuta. Y ya fue propuesto al Premio Nobel de la Paz.
Por Andrés Osojnik
Es argentino, hijo de eslovenos, pero su lengua diaria es el malgache. Es el idioma que habla desde hace treinta años, cuando decidió convertirse en misionero en el Africa. Y está allí desde entonces, en Madagascar, uno de los países más pobres del mundo, ayudando a salir de la más extrema de las miserias a miles de desamparados. Con ellos se enterró en el barro hasta la cintura para cultivar arroz, con ellos levantó las casas de los sin techo, con ellos padeció todas las enfermedades imaginables de la selva tropical, con ellos transformó un inmenso basural en una nueva ciudad. Su obra es reconocida en Europa, donde se han escrito dos libros sobre su vida. Su trabajo quedó registrado en siete documentales, incluido uno de Jacques Cousteau. Es Pedro Opeka, un cura nacido en el conurbano bonaerense, futbolero y candidato al Premio Nobel de la Paz.
Madagascar es una isla, la quinta más grande del planeta. Ex colonia francesa, tiene 16 millones de habitantes y 18 tribus. Y un ingreso per cápita de 230 dólares por año: cada habitante gana en promedio 63 centavos de dólar por día. El país ni siquiera se autoabastece de arroz, que es el principal sustento de vida. A ese olvidado fin del mundo se internó Opeka entre el ‘70 y el ‘72 para hacer una experiencia como novicio. Y volvió tres años más tarde, esa vez para siempre.
Ahora está en Buenos Aires, visitando a su familia y festejando los 90 años de su padre, que –igual que la mamá– es inmigrante esloveno, llegado al país después de la Segunda Guerra Mundial.
–¿Qué lo llevó a abandonar todo en la Argentina y cambiar de vida?
El “padre Pedro”, como se lo conoce en Africa y Europa, sonríe.
–Todo hombre es mi hermano. ¿Cómo no lo voy a ayudar?
Por ese objetivo dejó aquí a sus padres, a sus siete hermanos y la vida hecha hasta entonces en distintos barrios del Conurbano: nació en San Martín, estudió en Lanús, vivió en Ramos Mejía y el noviciado lo hizo en San Miguel. Luego estudio Filosofía en Eslovenia y Teología en Francia. Volvió en 1975 para ordenarse como sacerdote en la Basílica de Luján. Y ese año partió definitivamente a Madagascar, a los 27 años. Ahora tiene 55. Y cuando habla en castellano, algunas palabras se le escapan en francés, el otro idioma oficial de la isla.
Selva y fútbol
“Mi vida en Madagascar se divide en dos capítulos: los primeros quince años transcurrieron en la costa sureste, en un lugar selvático, luego fui a la capital, Antananarivo”, cuenta.
–Lo mandaron al medio de la selva recién llegado.
–Sí, la selva tropical, un pueblo llamado Vangaindrano. Era un ambiente hermosísimo, un día de sol eso era un paraíso. Pero el agua estaba contaminada y los bosques iban siendo destruidos. Ahí he visto por primera vez chicos con hambre. Y he visto las enfermedades de la gente, aunque todos con mucha alegría y dignidad: vi esa bondad natural que Dios ha creado en el hombre, el respeto de los chicos por los padres, de los padres por los ancianos. Todo lo contrario a lo que viví después en la capital.
–¿Qué hacía en la selva?
–Ahí animaba la iglesia del lugar. Había 25 mil habitantes en el pueblo y 5 mil bautizados. Eramos cuatro curas eslovenos que llegamos, blancos nosotros, a trabajar entre los negros. Y nos metimos mucho con la gente.
El estigma de ser blanco fue justamente su primer obstáculo. Había atrás demasiados años de sojuzgamientos, de represiones y de matanzas para que una comunidad africana aceptara la presencia de un miembro de aquella raza del terror.
El padre Pedro encontró la brecha en el fútbol, una de sus pasiones. “Me metí a jugar al fútbol con la gente –recuerda–. Los domingos después de misa me venían a buscar para llevarme a la cancha. Y jugaba con ellos. Eso los sorprendió muchísimo. ¿Qué hacía un blanco jugando con un negro?, se preguntaban. Ahí nació una nueva imagen: corriendo estábamos de igual a igual, con las mismas chances. Y hasta me convertí en goleador del equipo.”
–¿Le dejaban hacer los goles?
–No, al contrario. Me daban patadas y codazos, aprovechando para desquitarse de los blancos. Después empezaron a cambiar. Decían, no hay que pegarle tanto, es otro blanco. Un día pasó que mi equipo jugaba en otro pueblo y yo llegué tarde, en el segundo tiempo. Y cuando entré a la cancha, la hinchada contraria se puso de pie y me aplaudió.
Al quiebre del fútbol siguió la decisión de meterse en el barro para ayudar en el cultivo del arroz. “Aquí pasan hambre, nos dijimos. Y decidimos dar ejemplo. Así impulsamos el valor del trabajo, la importancia del desarrollo de cada uno, trabajando a la par, todo el día”, cuenta Opeka. Y esa fue otra sorpresa: ellos, los blancos, los notables, los personajes, metidos en el fango hasta la cintura, cultivando el arroz para sobrevivir.
Después vino el dispensario para la salud, la escuela, la cooperativa de campesinos. Y después, las enfermedades. El padre Pedro terminó con paludismo y parasitosis.
Ciudad y basura
Así, con el estómago hecho un zoológico, como dice ahora, fue enviado a la capital del país para curarse y hacerse cargo luego de la formación de los futuros sacerdotes malgaches. Los superiores de la orden de San Vicente de Paul, a la que pertenece, tuvieron en cuenta sus estudios de teología y filosofía. Eso ocurrió en 1989. Pero Opeka no resistió el claustro del seminario. “Cuando llegué a Antananarivo –relata– ya no vi pobreza; vi miseria como uno nunca se la puede imaginar si no la ve. Vi en las afueras de la ciudad a 800 familias, cada una con seis, siete, ocho chicos, metidas adentro de la basura, viviendo en el vertedero, en túneles hechos dentro de los desperdicios. Los chicos muriendo de frío en invierno, con una camisita, descalzos, sin comida, sin casa. Vi madres a las que se les habían muerto seis o siete chicos. ¿Y de qué le vas a hablar a una madre que perdió a siete chicos? Callate y andá a ayudarle. Y pensé, si pido permiso a mis superiores no me lo van a dar, no es mi oficio ocuparme de ese problema social. Vamos directamente, dije.”
–¿Abandonó el seminario?
–No, yo era el director, así que tenía tiempo libre a la mañana y a la tarde. Y entonces me iba con ellos. Yo ya sabía la lengua, ya tenía la experiencia de la selva, por eso fue un poco más fácil.
Lo primero que hizo fue crear una pequeña casa para los chicos, un hogar de cuatro metros por cuatro, al borde del vertedero, para darles la leche o el té. Después convenció a los padres para que enviaran a sus hijos una hora antes de la merienda: en ese rato jugaba con ellos, les cantaba y les enseñaba a escribir. El basural tenía unas 20 hectáreas. Sobre ellas vivían cinco mil personas. Opeka convocó a algunos conocidos para que le ayudaran, jóvenes que se recibían y no tenían qué hacer por el gran desempleo. Y emprendió su gran desafío: crear trabajo para los sin techo. “Mi papá me enseñó el oficio de albañil, eso me fue muy útil, porque soy muy práctico: donde pongo el ojo veo trabajo”, explica.
Primero entusiasmó a los hombres a desafiar la montaña llena de granito para convertirla en piedras, pedregullo y adoquines: materiales que se podían vender para la construcción. Así nació la cantera en la que llegaron a trabajar 2500 personas que hasta ese momento estaban en la calle y vivían de la basura. Luego propuso aprovechar el vertedero como fuente de trabajo, y creó una empresa de venta de abono natural.
La organización se consolidó con la construcción de viviendas. Primero se prohibió vivir dentro del basural y se levantaron casillas precarias en los bordes del vertedero, para disminuir el riesgo sanitario. Luego, las casuchas fueron siendo reemplazadas por casas de ladrillo, de dos pisos, que él mismo iba levantando, a la par que enseñaba cómo hacerlo.
–Fui criticado porque las casas que construíamos para los pobres eran lindas, grandes, con detalles muy cuidados. Cada casa nos cuesta cuatro mil euros. ¿Por qué los pobres tienen que vivir en casas feas?
Las casas se convirtieron en un barrio, en dos, en tres. Hoy son 17 pueblitos que conforman una verdadera ciudad levantada donde estaba el basural. Ya fueron construidas 2300 casas y faltan 450, dice Opeka. Por el centro de acogida pasaron 200 mil personas. De ésas, 17 mil están viviendo en la nueva ciudad. Cada pueblo tiene su comité y las medidas se toman entre todos, cuando se juntan en un parlamento los representantes de cada comité. Fueron creadas cuatro escuelas primarias, tres secundarias, un liceo: allí estudian 7000 alumnos. Y un jardín de infantes, al que van 200 chicos. Hay talleres de empleo, de bordados, confección, artesanía: 500 mujeres pasaron por esos cursos. Ahora trabajan 800 personas estables en la cantera. Hay cuatro dispensarios, un pequeño hospital y dos maternidades. Los colaboradores del padre Pedro llegan a 253, entre técnicos, docentes, médicos, enfermeros. Hay un dispensario, redes de agua potable y un comedor.
–¿Cómo financia toda esa obra?
–Se han creado redes de amigos que juntan donaciones, hay tres ONGs en Francia y una en Mónaco. También recibimos ayuda de España y Eslovenia. Aunque Argentina está ausente de esta obra.
–¿Nunca hubo impulso acá para juntar ayuda?
–Unos familiares y amigos quisieron hacerlo, formar una ONG, pero justo vino el corralito y todo el esfuerzo quedó en la nada. Sé que lo importante para eso es difundir todo este trabajo. Yo al principio no estaba muy entusiasmado con los periodistas que venían a ver la obra. Una vez vinieron de Paris Match y yo dije, uh, Paris Match. Pero unos amigos de Médicos sin Frontera que me ayudaban me decían, tenés que contar por todos lados lo que estás haciendo.
Así llegó a entrevistarse con varios presidentes europeos. Y Danielle Mitterand le dedicó un capítulo de su libro Memorias de una primera dama. El capítulo se titula “Pedro Opeka, el sacerdote futbolista de Madagascar”. En Francia fueron escritos otros dos libros con su biografía. Y uno tercero se editó en Madagascar. Ya son siete los documentales filmados sobre su obra. Uno de ellos de Cousteau, que quedó conmocionado después de hacer el documental. “Iba por todos lados diciendo ‘ayuden al padre Pedro’”, recuerda Opeka. Otro documental lo hizo el principal presentador de noticias de la televisión francesa. Eslovenia y Mónaco lo propusieron como candidato al Premio Nobel de la Paz.
El padre Pedro está sorprendido por esa repercusión, pero feliz. Sabe que todo eso le sirve a su gente, los malgaches. Son, en realidad, su familia: ahora está en Buenos Aires de descanso por un par de meses, pero bendice la existencia del correo electrónico. Dice que sin el e-mail no podría quedarse tanto tiempo aquí. Les acaba de mandar una larga carta de aliento a los chicos que deben dar su examen del liceo. Es lo que esperan del padre Pedro. Del milagro del padre Pedro en Madagascar.
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