"...y enciende en ellos el fuego de tu amor".
Aquel Fuego / narrativa.
A mi madre.
Estábamos
perdidos en el miedo y el dolor. No sabíamos bien qué hacer, dudábamos y al
mismo tiempo, nos manteníamos en la esperanza. Nos encerramos juntos con
frustración y congoja, no sabiendo en aquél enmarañado laberinto
de cruces indefinidas, de desconcierto y desazón, qué debíamos hacer
y cómo seguiríamos... Aquellos días nos dimos consuelo todos. Apesadumbrados,
olvidados en la ignorancia del presente y del mañana, ya no importaba el devenir de las horas ni de los minutos tan insignificantes como nosotros mismos. Comíamos sin comer,
dormíamos sin dormir, moríamos sin morir. La angustia era una
continua visión: una gigantesca cumbre montañosa que aparecía en cada
instante infranqueable, cada vez más encumbrada... La crisis nos absorbió, nos
masticaba los horizontes, nos ponía la cabeza en el tronco de la sentencia y
vimos el cegador filo de su espada una y otra vez. La sangre corría de arteria
en arteria, de vena en vena, sin piedad del sumiso esclavo que la impulsaba.
Nos mirábamos unos a otros sentados en la mesa, aquella que ya se había
hartado de nuestras oraciones, que tenia grabada implacable nuestro temor,
hundido en la madera con esa minúscula forma que las uñas con
sudor dejan como huella de las tortuosas horas indecibles; sin emitir palabra
alguna, palabra incierta, palabra vana, palabra que no valía la pena decir de
penosa que era. Apartados, clandestinos, perseguidos... Aquel en
quien creímos y
amamos, había sido crucificado como un asesino más entre
asesinos y ladrones: Ese era nuestro Señor...
Estuvimos con su madre, en ese silencio sereno que a pesar de los padecimientos, la espantosa cruz y el hijo desnudo clavado en ella, solo trasmiten quienes atravesados por el dolor-no sabemos cómo, a pesar de ello o por ello-vuelven sus ojos a los nuestros llenos de ese mismo sufrimiento, pero sin resignación, trastocados en esa fortaleza nacida de ese mismo amor y que irrefrenablemente se infunde generoso, sin fronteras de a quienes llegará.
Con qué paciencia sencilla de quienes ya arden por dentro con el fuego de desiertos caminados, ella, soportó esos días a nuestro lado, ayudando con las demás mujeres, unida siempre a nuestra invocación... Cómo su presencia evidenciaba el recuerdo de Aquel que ya no veíamos, y sin embargo, en ella lo volvíamos a descubrir.
Sin mediar aviso alguno, El vino una tarde. Las ventanas se abrieron de par en par: nuestras ventanas. Se hizo añicos la pesadumbre, la cobardía, la turbación en el mismo momento que sentimos su Presencia. Cayó sobre cada uno de nosotros como un tizón encendido, como un rayo de Fuego y Luz... Salimos a la puerta decididos, llenos de valor y enardecidos, solo queríamos gritar su Nombre. Inexplicablemente empujados por su energía incontenible y arrolladora, nos lanzamos a ofrendar el Evangelio del Señor a todos, sin mediar consecuencias de ningún tipo. Algunos de los nuestros pagaron con cárcel y sangre esa osadía. No importó más nada, invadidos efusiva y entrañablemente (hasta nuestras entrañas para ser precisos), conquistados por aquella Fuerza única de una potencia activa que no cesaba de quemarnos por dentro, dimos testimonio de nuestra fe. La gente nos escuchaba y nos entendían todos, aún los extranjeros. Las lenguas y los idiomas se doblegaban ante el Espíritu que "traducía" continuamente toda palabra en La Palabra, en una única expresión para todas las gentes: la del Amor. Y no solo nos entendían, se integraban y crecíamos. Emborrachados de un misterio que enceguece por su infinita Luz, nosotros los amigos del Señor, sus discípulos, nosotros los pescadores y campesinos, abandonamos otra vez todo, renunciamos a ser solo nombres, renunciamos a ser solo Juan, Simón Pedro, Santiago, Andrés, Felipe, Bartolomé, Tomás, Esteban y otros tantos más. Ahora, llenos de Aquel Fuego, éramos Iglesia que camina. Una Iglesia con Fe caminante, misionera, eso empezamos a ser.
Aquel Fuego en la media tarde de esa casita sencilla, con puerta gastada y ventanas pequeñas, Aquel Visitante anunciado y oportuno en la más profunda turbulencia de nuestra prueba, Aquella Llama abrasadora e inflamante que nos tocó, fue suficiente para hacernos arder definitivamente. Yo, uno de aquellos ese día, lo sé y lo afirmo.
Desde allí, con el Espíritu en nosotros, ya no nos hizo falta nada más.
Raúl Olivares.
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